sábado, 16 de noviembre de 2013



El arrojo y el coraje tomó forma de samurai.

Dicen que nunca hubo otro tan valiente como él.

Dicen que era tan osado que nadie se atrevía a retarle; tan feroz que hasta la muerte se apartaba dejándole paso. Tan especial era que en su unicidad, se encontraba solo; y tan solo estaba que aún siendo el mejor de los mejores, se sentía más infeliz que nadie.

¿Qué era la vida? ¿Para qué amarla si era efímera y breve como la flor del almendro?

Despreciaba tanto su vida, deseaba tanto la muerte que, incluso, bebido se le oía vociferar: "¡Matadme!", pero nadie se atrevía. Ninguna espada se atrevía a rozarle, ninguna lanza a atravesarle. Deseaba morir, como samurai, peleando, luchando, batallando. Deseaba morir con honor, deseaba encontrar la mano maestra que acabara con su vida en un diestro ataque de katana. Borracho, ebrio de deseperación, deambulaba por la calle solitaria. Luchaba contra el barro y trataba de sortear, sin éxito, los charcos. Tropezó y cayó al suelo golpeándose la cabeza con una piedra. Murió en el acto

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