viernes, 29 de noviembre de 2013

Lo peor no es la mentira.


Lo peor es instalarse en la confusión mental y difundir alrededor esa neblina de la inteligencia en la cual ya no hay ni verdad ni error.

Y es que, donde no hay error, tampoco hay verdad.

Si no se admite que hay juicios falsos, tampoco se sabe ya qué podrán significar los ciertos.

Pero quien denuncie que algo oficialmente establecido no es verdadero, será acusado de derrotismo.

Y muchos se sentirán obligados a creer tal censura, porque viene marcada por el solemne sello de la autoridad. Tal es la estrategia del totalitarismo.

Consiste en mantener que todo es política, en excluir cualquier ámbito de la realidad que no esté sometido a la aspiración de dominio. Nada queda fuera de una retórica hecha de apelaciones a la emotividad, de gestos y sonrisas, más que de argumentos.

Pero ya Platón hizo ver que, cuando la retórica se convierte en la más alta instancia, lo que se busca con ella no es el conocimiento, sino el poder. Ya no se trata de hacer verosímil lo verdadero, sino de hacer verosímil lo que interese en cada caso a los poderosos.

Lo cual ni siquiera merece el nombre de retórica: es sofística. Quienes no se sometan a los lugares comunes establecidos por este simulacro de razonamiento, quedarán fuera del discurso dominante y se verán excluidos de una cultura tan superficial como fácil de digerir.

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