Un samurái se echó a dormir bajo un árbol para descansar después de un largo día. Al despertar se dio de cuenta de que su preciada katana había desaparecido.
¿Quién habría tenido la osadía de robársela?
La buscó y rebuscó por todas partes, pero no consiguió encontrarla.
Desesperado, regresaba al poblado andando sin poder sacarse de la cabeza la valiosa pérdida.
Su katana, su querida katana, aquella que le salvó tantas veces la vida, que le defendió en tantas ocasiones, la que le regaló su Sensei cuando apenas era un niño, la que tenía grabado a fuego el nombre de sus antepasados y el escudo familiar.
Su katana..., su preciada katana... ¿Qué es un samurái sin su katana?
Pensó en pedirle al herrero que le forjara otra mejor, más resistente y fuerte, de mayor valía incluso.
¡Ah! pero no sería la misma katana.
Ninguna espada podría sustituirla, porque sabía que aquella katana era "su katana" y era única y muy espacial para él.
“Con frecuencia, el valor sentimental que le damos a las cosas vale mucho más que el coste económico que realmente tiene”.
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